¡CANDANGA CON BURUNDANGA!
Los asombrosos acontecimientos se sucedieron uno tras otro. Primero apareció el “Informe Técnico R.A.R.D.E.” de la Royal Armament Research & Development Establishment – de 31 folios y 48 fotografías --, escondido durante varios años por los que siempre han controlado el sistema judicial venezolano, el cual ponía a los cuatro indiciados por la “voladura del avión cubano” de paticas en la calle. Luego cayeron en mis manos TODAS las fotografías de TODAS las víctimas que supuestamente murieron frente a las costas de Barbados aquel 6 de octubre de 1976 en el vuelo CU-455 del DC8 de Cubana de Aviación. Castro había acusado la muerte de unos supuestos 73 pasajeros y tripulantes, incluyendo al equipo de esgrima que venía de haber ganado la medalla de oro en Caracas… pero la realidad era TREMENDAMENTE DISTINTA; fueron ochenta y no setenta y tres los muertos de aquella tragedia. Mis ojos vieron las fotos de siete pasajeros – hombres todos – que no correspondían con las que publicó el régimen CASTRO-COMUNISTA de Cuba; más tarde supimos que se trataban de “los generales de Castro”.
Aquellas fotos que fueron tomadas dentro del avión siniestrado por Hernán Ricardo (un agente venezolano de la DISIP, quien terminó pagando como un pendejo 18 años de prisión por la autoría material del siniestro de aquel avión de “Cubana”), dieron la pista que – entre muchas otras evidencias – llevó a los magistrados del Consejo de Guerra Permanente de la ciudad de Caracas a declarar inocentes a los cuatro indiciados por lo que se conoció entonces como “la voladura del avión cubano”. La sentencia del Consejo de Guerra jamás sería confirmada por la instancia superior: la Corte Marcial. El juicio que terminaría en la jurisdicción civil, duraría unos 18 años y Venezuela sería condenada dos veces en la O.N.U. por violar descaradamente los derechos humanos de los cuatro indiciados de aquel horripilante crimen.
Cuatro venezolanos y dos partidos políticos pasarían por la presidencia durante el tiempo que demoró aquella pesadilla judicial, durante la cual se fugó – para siempre – uno de los enjuiciados: Luis Posada Carrilles, mejor conocido en los “medios” como el “Comisario Basilio”… y en mi Cienfuegos natal como “El Bambi”.
La verdadera historia de cómo, quién y por qué se “voló” el DC8 de Cubana de Aviación aquel 6 de octubre de 1976, se la conté a la opinión pública internacional en mi primer libro titulado “LOS GENERALES DE CASTRO” (ISBN 980-258-010-4 – Editorial Torino), publicado en diciembre de 1985… va hacer, muy pronto, VEINTE AÑOS.
Mi “alerta” de hoy será extremadamente largo, pero se lo recomiendo a las oficiales ACTIVOS de nuestras gloriosas Fuerzas Armadas (muy en especial a los miembros del “Ejército Forjadores de Libertades”) y a sus familiares. Transcribiré a continuación el primer capítulo de ese libro, “Los Generales de Castro”.
A continuación podrán conocer el papel de los llamados “oficiales políticos”, que tienen mayor poder de mando que cualquier general combatiente dentro del ejército CASTRO-COMUNISTA cubano.
Les pido a gritos que se miren en ese espejo y vean cómo a Castro no le tembló el pulso para “sembrar” a siete de sus mejores generales, que venían de pelear – con éxito – batallas en Angola, en el vuelo CU-455 para enviarlos para siempre al fondo del mar, donde se encuentran “descansando” desde aquel fatídico 6 de octubre de 1976.
Capítulo I
“DISIDENCIA”
El año de 1976 Fidel Castro lo comienza con un peligroso dolor de cabeza: el descontento generalizado de su plana mayor en el frente de batalla que su gobierno tenía en Agonía. Los rumores de deserción masiva, sobre todo por parte de los altos oficiales de sus tropas en aquel país africano, se hacían cada vez más insistentes.
Para Castro, Angola era una de las tantas facturas que sus acreedores del Kremlin le pasaban y a la que tenían que hacerle frente, a pesar de los miles de jóvenes cubanos que perecían anualmente por la “libertad” de los “hermanos” africanos. La intervención en la guerra por el poder, de aquella lejana nación, le ocasionaba al dictador caribeño mayores contratiempos que la sangre cubana derramada en las dantescas batallas y escaramuzas en las selvas angoleñas.
El problema que más atormentaba a Castro en los últimos meses era de carácter no sólo disciplinario, sino político. Sus generales se fortalecían cada día más, dentro de un contingente militar de cientos de miles de hombres. Eran oficiales hechos y curtidos en la guerra. Una guerra impopular y cruel, en donde la traición y el desprecio por parte del pueblo angoleño hacia los soldados cubanos eran tan evidentes como el implacable clima africano que agobiaba a los “asesores militares” castristas.
El ocho de febrero de 1976, se libró en las afueras de Luanda una de las más sangrienta batallas entre las fuerzas gubernamentales y los insurgentes. La dirección del encuentro estuvo a cargo del General Modesto Trilles, conocido cariñosamente por el apodo de “Mirringa”.
“Mirringa” era un guerrero nato, de unos treinta y ocho años de edad. Considerado demasiado joven para ser general, sus condiciones profesionales le habían llevado a tan alta posición. Era además un individuo querido por sus tropas y un verdadero líder dentro de la oficialidad. Al igual que la gran mayoría de los altos dirigentes del ejército castrista, no participó en la pintoresca guerra de guerrillas que derribó al General Fulgencio Batista. Había sido formado por “la revolución” y asignado al tercer batallón de infantería “Camilo Cienfuegos”, en cuyas filas se encontraba sirviendo voluntariamente su segunda temporada en Angola.
Era un tipo simpático, solterón empedernido y famoso por su repulsión al olor de las negras angoleñas, de quienes decía que eran muy diferentes a sus homólogas cubanas, aunque no pasaba una noche de descanso sin la compañía de alguna de ellas, -- entre tiro y tiro – como solía comentar.
El afrontamiento terminó aquella tarde a las cuatro y cuarenta y cinco, hora aproximada en que se reunían los oficiales en el “bunker” número uno.
‘—¡Esta mierda no hay quien la aguante!— gritó “Mirringa” al entrar en el “bunker” que servía de refugio a la oficialidad cubana. —¡Nos han pateado por el culo como han requerido! ¡Hemos perdido una tercera parte de nuestros hombres y todavía queda la noche, cuando seguro nos caerán con todos los hierros!
El teniente Serafín Ruiz, más partidista que guerrero, se levantó con altanería e insubordinación para comentar, dándole la espalda al joven general:
‘—Las guerras no se ganan con oficiales “aburguesados” por los galones. Las guerras se ganan callando y luchando…
—Yo no lo vi disparar un tiro allá afuera— comentó “Mirringa” sin disimular su enfado, ‘—es más, yo nunca lo he visto disparar su arma en todo este tiempo que le conozco‘— continué el general, sin prestarle atención al resto de los oficiales que observaban asombrados y avergonzados la incómoda situación.
‘—Hay batallas que son mucho más importantes que las que se deciden con pólvora y balas— le respondió Ruiz en todo burlón, sin ocultar su emoción por haber llevado al general al campo de la polémica, en donde el teniente era experto. ‘—¿Y dígame cuáles son esas batallas? ‘— preguntó “Mirringa” dando muestras de evidente alteración, al mismo tiempo que volteaba al oficial hacia él de manera brusca y amenazante. ‘—Las batallas filosóficas, mi genral…‘— respondió el teniente, seguro de haberlo humillado y ofendido.
‘—Perdone que le reprima, mi general, pero como oficial político…
‘—¡Usted es un teniente y me importa un carajo que sea diferenciado de los demás oficiales por el “apodo” de “Oficial Político…”! ¡Se está dirigiendo a un general y si de calificativos se trata, a un “GENERAL COMBATIENTE!”
‘—Un general “complaciente”, diría yo…‘— concluyó Ruiz mientras asumía una postura desafiante y prepotente para agregar: ‘—Su interés por cultivar la amistad de sus hombres y velar por el bienestar del batallón le han debilitado, no sólo a usted, sino a sus soldados. Permítame que le recuerde que es, en efecto, un “general combatiente”, no un líder político. Para hacer política está el partido. Usted está para luchar y hacer que sus hombres luchen hata el último cartucho y no para hacer política, como la mayoría de los generales cubanos en Agngola, que han perdido las perspectivas y se han aburguesado en los laureles del liderazgo, cultivando entre sus soldados.
‘—Es usted un hijo de la gran…
Antes de que el general hubiera terminado la insultante frase, ya Ruiz había abandonado el lugar, habiendo dicho la última palabra. “Mirringa” fue conducido por sus colegas a un taburete cercano a la única ventana que había en el “bunker”. Al igual que él sus compañeros sentían la humillación y la impotencia ante el poder de los “oficiales políticos”.
Los llamados “oficiales políticos” tienen en el ejército de Castro la función de velar por la filosofía marxista-leninista del régimen y son individuos sumamente peligrosos y aun más influyentes que el más alto de los “oficiales combatientes”. El teniente Ruiz tenía una opinión muy clara sobre los generales cubanos en Angola. A todos los consideraba sádicos sangrientos, sedientos de batallas por el mero hecho de disparar y saborear la sensación de la adrenalina en los momentos de peligro. No encontraba en ninguno de ellos el espíritu de lucha por una causa justa. El teniente Ruiz a veces se preguntaba qué sería de ellos cuando regresaran a la tranquilidad y seguridad de la isla cubana, lejos de la excitación de la guerra. Sentía – y así estaba convencido – que serían elementos sumamente peligrosos para la estabilidad política del régimen. Ruiz no era el único que pensaba así.
Aquella noche se reanudó la batalla y en efecto, los resultados fueron desastrosos. La mitad de los soldados cubanos yacían muertos o heridos en el campo que rodeaba el campamento. Más de un centenar fue hecho prisionero, lo que significaba una muerte horrible, que culminaba en un ritual de canibalismo horripilante. Ente los pocos sobrevivientes de la masacre del ocho de febrero de 1976, estaban dos enemigos mortales: el general Modesto Trilles y el “teniente político” Serafín Ruiz.
Dos meses más tarde y casi simultáneamente, ambos hombres sufrieron cambios sustanciales. “Mirringa” fue trasladado a la capital y se le designó como supervisor general del almacén balístico del Tercer Batallón. Era un puesto seguro y por sobre todo tranquilo, demasiado tranquilo para un “general combatiente”. El teniente Ruiz fue sacado repentinamente de Angola y trasladado sigilosamente a Cuba. Nunca más se supo de él.
Por su parte, “Mirringa” se encontraba dedicado casi totalmente a sus negras con olor a aceite de hígado de bacalao y en lugar del teniente Ruiz, enviaron a un capitán, también “político”, pero con ideas más sociables que socialistas, lo que le sirvió para cosechar rápidamente el afecto de todos los oficiales “combatientes” de Angola. “Mirringa” y el nuevo capitán trabaron una gata amistad y hasta compartían las negras del “general burócrata”, como ahora se llamaba a sí mismo “Mirringa”.
En poco tiempo había crecido una relación de camaradería entre ambos oficiales que fue acentuada a partir de la noche en que el general arriesgó su vida para salvar la del capitán, en una oportunidad en que se dirigían hacia la casa de la “Negra Tomasa”, una matrona que se dedicaba a “conectar” a las mejores negras angoleñas con los muy odiados oficiales cubanos.
Aquella noche habían salido ambos del campamento y caminaban jovialmente por las calles de Luanda cuando un jeep de fabricación soviética se abalanzó sobre ambos soldados con la intención de eliminarlos. “Mirringa” se interpuso entre el vehículo y su compañero, abrazándolo y tirándolo al suelo, mientras recibían una ráfaga de ametralladora AK-47, que milagrosamente no alcanzó a ninguno de los dos hombres. De haberlo hecho, el general hubiera recibido la metralla, debido a que se encontraba sobre su amigo que yacía en el asfalto de la carretera. Esa noche la disfrutaron más que nunca, agotando las provisiones del vodka que Tomasa mantenía en sus neveras, el cual procedía de las bodegas del Ministerio del Interior de Angola y había sido obtenido de forma ilegal, gracias a la corrupción de los funcionarios angoleños que habían implementado en corto tiempo un fructífero mercado negro.
El capitán político Pedrito León era un hombre que proyectaba una interesante personalidad. Hablaba cuatro idiomas y poseía un gran repertorio de anécdotas sobre sus viajes a los países del bloque soviético, en la Europa oriental. Jamás se jactaba de su influyente posición en el partido y como cosa extraña, solía criticar el sistema de tanto en tanto. Estaba siempre dispuesto a cualquier fiesta espontánea que se inventara y nunca se imponía sobre los demás compañeros, lo que lo convertía en el “camarada” perfecto.
No había pasado un mes cuando “Mirringa”, al igual que los ocho restantes generales cubanos que servían en Angola, fue convocado a lo que se podría llamar el “Ministerio de Guerra Angoleño”, un edificio casi en ruinas que había pertenecido a un terrateniente portugués de la época de la colonia y conocido con el nombre de “C-3”. Esa noche, el general Modesto Trilles y su amigo, el “capitán político” León, tenían una de sus ya famosas citas en casa de la “Negra Tomasa”.
‘—Tenemos que aplazar la fiesta de esta noche…‘—Le dijo “Mirringa” al capitán León en un tono que denotaba gran decepción. ‘—Hemos sido convocados a una reunión urgente en el “C3”. Ojalá me manden de nuevo a la acción, lo que tendríamos que celebrar con el mejor vodka de Tomasa.
‘El capitán se limitó a encogerse de hombros y comentó indiferentemente: ‘—De cualquier modo habrá algo que celebrar. Nos veremos mañana aquí, en el dormitorio‘— Dio media vuelta y salió rumbo al primer bar que encontrara en ele camino hacia la “Negra Tomasa”, dispuesto a hacer uso de las dos morenas contactadas por la eficiente matrona.
‘—El alto mando militar ha decidido trasladar inmediatamente a Cuba a todos sus generales‘— comenzó diciendo tajantemente y sin rodeos el cónsul Cápiro.
Orlando Cápiro era un funcionario que pertenecía a la vieja guardia comunista de Cuba. Había servido más como agente de la seguridad cubana que como diplomático en una docena de países de América latina. Era un individuo seco que tenía fama de solitario. Le dedicaba más de diez horas al día a su trabajo como primer cónsul de Cuba en Angola y jamás se le vio compartir las consuetudinarias fiestas que montaba la alta oficialidad cubana en aquel país, ni las que daba el cuerpo diplomático acreditado en Luanda.
‘—Todos y cada uno de los generales aquí presentes serán congregados a primera hora de la mañana en el cuartel general, hasta que reciban instrucciones más específicas. Queremos agregar que estarán incomunicados del resto de la oficialidad hasta que dejen el país, que será en cualquier momento a partir de ahora.
La reunión terminó sin derecho a aclaratorias. El cónsul salió del recinto con el mismo dinamismo con el cual entró. Los desconcentrados generales estaban incapacitados para hacer comentarios. Había sido para ellos una sorpresa el recibir órdenes tan repentinas de dejar la acción. No faltaron, entre el grupo de los nueve generales, quienes sintieron un escalofrío aterrador. Otros se despidieron de los planes de deserción. Para “Mirringa” había sido el fin de una aventura que disfrutó a cada momento. Se preguntaba qué le aguardaba en Cuba. Había experimentado un poder que iba más allá de la lucha armada. Al igual que el resto de los generales, se sabía querido y admirado por su tropa y subalternos, cosa que jamás logró en la Cuba sedentaria de la cual había salido hacía ya casi dos años y a la cual no quería regresar tan pronto.
Pasó esa semana y la siguiente y aún los generales vegetaban en los mugrientos y calurosos muros del cuartel general. Salvo la buena comida y una que otra emborrachada, el tiempo pasado en aquel absurdo acuertelamiento era frustrante. La total incomunicación les intrigaba cada día más. Algunos hablaban de medidas de seguridad exageradas. Otros hacían conjeturas sobre este o aquel tratado internacional, que ameritaba esconder a la oficialidad cubana en Angola para dar la impresión de que habían sido retirados del país. “Mirringa” añoraba los ratos agradables que pasaba últimamente en compañía de su camarada, el capitán León. Al comenzar la tercera semana de encierro, los generales comenzaron a destaparse entre ellos mismos, reuniéndose y comentando sobre los errores de aquella guerra. Cada día que pasaba el descontento crecía entre cada uno de aquellos hombres de acción, que se veían enclaustrados en la inactividad, sobre todo cuando sabían que más allá de los muros se estaban librando batallas sin la dirección de ninguno de ellos.
Los generales se dividieron en varios grupos. De acuerdo a la compatibilidad de cada quien con su compañero. Una noche se reunieron todos con el fin de analizar la absurda situación. Había en el ambiente una densa atmósfera de descontento que le daba a aquella junta un carácter conspirativo.
El primero en hablar fue el general Evelio Tio, el oficial de más edad en el grupo y con mayor antigüedad en Angola, quien se había convertido en el líder natural de aquellos desconcertados hombres de guerra.
‘—Tenemos que tomar una decisión sobre nuestro encierro, creo, y estoy seguro de que será la opinión general que tenemos todo el derecho a ser informados sobre esta orden, la cual hemos recibido verbalmente de boca de un civil. Estimo que hemos ido más allá de nuestro deber y nos encontramos subordinados ante un organismo que no debería tener inherencias sobre la militancia del ejército.
Hasta ese momento las miradas de los demás generales estaban fijadas en el hombre que tenía la osadía de hacer públicamente tan peligroso análisis. Aunque se tratara tan sólo de una audiencia de ocho colegas. Era la primera vez que se aceptaba abiertamente el ánimo que había acompañado a todos y cada uno de los generales allí presentes Era como una aseveración del poder militar con que se sentían aquellos oficiales que habían dirigido a más de trescientos mil soldados (entre cubanos y angoleños) en una de las guerras más crudas y difíciles de la era militar moderna.
Lo que allí salía de los labios del general Tio era, más que una insubordinación, una clara y llana conspiración.
‘—Nosotros hemos llevado adelante el peso de esta guerra. Hemos experimentado lo que ningún oficial de la historia de Cuba ha tenido oportunidad de experimentar. Hemos dirigido grandes contingentes de soldados por las selvas de este condenado país y hoy nos encontramos como corderitos entre los ladrillos carcomidos y el barro d este decadente cuartel. Yo no seguiré más órdenes de agentes disfrazados de diplomáticos. Por mi parte exigiré un mejor trato y una digna participación en el forjamiento de esta historia que vaya de acuerdo con nuestra investidura militar.
Lo que siguió a este improvisado discurso del general Tio, fue aún más comprometedor para todos los generales allí presentes. Al final, cada quien tomó la palabra y la reunión se convirtió en una pequeña asamblea con carácter más bien político, que podría confundirse con el nacimiento de un nuevo movimiento conspirativo, de inconmensurables consecuencias. En aquel pequeño y asqueroso cuarto del cuartel general de Angola, estaban reunidos los hombres más poderosos del ejército de Castor. Soldados capacitados para dirigir cualquier empresa armada en cualquier rincón del mundo y lo que era más importe. Generales que arrastraban, entre todos, un contingente de experimentados soldados de la Cuba comunista.
A pocos metros del cuartel general se encontraba un oficial político oyendo todas aquellas conspiraciones, mientras se grababan en un sofisticado aparato de fabricación soviética. Ya había oído más que suficiente, cuando consultó el reloj. De repente se acordó de su cita en casa d ela “Negra Tomasa”. Dejó los audífonos en la mesa al lado del grabador y se atragantó con un buen trago de vodka. Mientras salía de su oficina, recordó con cariño las fiestas con su compañero ”Mirringa”, a quien había dejado de ver hacía exactamente tres semanas y dos días y con quien no tuvo oportunidad e “celebrar” los resultados de aquella urgente reunión en el “C-3”. El capitán León se echó una última mirada en el manchado espejo de su oficina y salió del edificio, rumbo al encuentro con las negras de Tomas, mientras el grabador continuaba su misión…
Después de haber escrito hace casi VEINTE AÑOS este primer capítulo de mi libro – “Los Generales de Castro” –, basado en hechos reales, no me extrañó para nada ver cómo los soldados rasos (o “distinguidos”) requisaron a los altos oficiales (coroneles y generales) de las Fuerzas Armadas venezolanas el día de la “celebración” de ascenso. A todos los oficiales de carrera les aconsejo que vayan poniendo sus bardas en remojo, porque lo que les viene encima es enea, o como ya dijo nuestro presidente: “¡candanga con burundanga!”.
Caracas, 6 de julio de 2003
ROBERT ALONSO
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