de stalin a chavez
mapage.noos.fr por Manuel Malaver Domingo, 23 de Febrero 2003
No creo que exista una diferencia esencial entre la frase: “Elegir las víctimas, prepararlo todo minuciosamente, apagar la sed de una implacable venganza, y luego irse a dormir tranquilamente... no hay nada más agradable en el mundo” que Kamenev y Dzerzhinsky atribuían a Stalin y esta de: “Me acosté con una sonrisa. Y mandé a buscar a la 1:00 de la mañana un dulce de lechoza muy rico que me mandó mi mamá para degustarlo” con la que Hugo Chávez contó en un discurso su reacción ante la noticia de que un grupo de hombres armados había detenido y atropellado al presidente de Fedecámaras, Carlos Fernández. Es verdad que entre una y otra frase media casi un siglo, y que mayor es la hondura en lo que se refiere a establecer la trascendencia de los sucesos que las provocaron y los hombres que las dijeron, pero no hay duda que son distancias que se borran en cuanto percibimos que, tanto en la Rusia que aún no deletreaba el alfabeto del totalitarismo, como en la Venezuela que ya lee sus primeras letras, reinaba y reina el mismo tirano. Nombres de autócratas que podrían no decir mucho, sino fuera porque, a parte de la cauda de víctimas que cargan tras sus sombras, se suceden con tal recurrencia que ya pareciera que la especie instituyó la imposibilidad de no incurrir en ellos. Lo doloroso es que aparecen con cualquier pretexto, ya sea del orden, o del desorden, de la religión, o del ateismo, del bien o del mal, pero siempre con la propuesta de que su causa es la causa de la salvación y corresponde, por tanto, imponerla a sangre y fuego. O sea, al margen de la constitución y las leyes, como que conviene a los instantes de degustación del dictador, hacerlo en solitario y a escondidas y al abrigo de intrusos que puedan interrumpirlo en su placer. Por eso hay que guerrear también contra la palabra, sea la dicha o la impresa, contra la libertad, sea de pensamiento o de acción, porque si hay que decir algo es que el tirano está despierto, o dormido, y no conviene molestarlo. Se trata, en definitiva, del dictador tranquilo y silencioso, degustador y catador, que más allá de los prejuicios que puedan obligarlo a deslizar una lágrima en público, o un “no es que uno tenga odio contra nadie” no siente empacho en admitir que nada como el primer alarido de la víctima para retirarse a dormir sosegado, mientras disfruta el dulce de lechoza casero que le mandó su mamá. Siniestro alarde de terror cuya expresión más concentrada no hay duda que fue patentada en la frase que dos revolucionarios rusos decían haberle oído a Stalin, pero que pudo escucharse también en cualquiera de los palacios desde donde los más crueles dictadores de la historia hicieron del siglo XX “el siglo de las cruces”. Están regresando en los inicios del siglo XXI, cuando ya parecía que los totalitarismos habían sido exorcizados de una vez y para siempre y en un país de la América del Sur que hizo algo para que la democracia dejara de ser una promesa y contribuyera a que la paz, la igualdad, el bienestar, y la justicia social no fueran más un espejismo en el subcontinente. Qué pasó para que las agujas del reloj histórico retrocedieran no es tema de este artículo, pero sí lo es llamar la atención sobre el hecho de cómo no basta cuán estable y consolidada luzca una democracia para que de su seno salgan las espadas y cuchillos dirigidas a asesinarla, a defenestrarla. Empuñados por mentes frías, despiadadas y alevosas, que ya no expresan “su satisfacción” a medianoche y mientras se dirigen a sus guaridas después de oír el parte de guerra que le traen los sicarios, sino a plena luz del día, en cadenas de radio y televisión, y como para que los oigan amigos y enemigos, nacionales y extranjeros, y ellos también se vayan a dormir, pero temblando deterror, de pavor, de miedo. Porque no es solo que en el caso de Hugo Chávez se trata de un dictador amigo de gritar lo que hace, sino que como lo hace recurriendo a triquiñuelas como esa “de que se trata de una decisión judicial y hay que respetarla”, entonces cree que el atropello, no solo hay que acatarlo, sino celebrarlo. Si conocemos, por el contrario, que se trata de una decisión dimanada de un sistema judicial corrupto y que el juez, Maikel Moreno, de cuyo tribunal salió la orden de detención contra Carlos Fernández, es un militante del MVR que hace meses defendió a un asesino confeso pero compañero de partido, caemos en la cuenta que se trata del mismo mecanismo que a finales de la década de los 30 instruyó los “Juicios de Moscú”. Y es que no es nueva esta pretensión de los dictadores de cubrir sus arbitrariedades con la hoja de parra de la legalidad, siendo que, de haber cometido delitos, tanto Carlos Fernández, como Carlos Ortega, lo hicieron durante dos meses, y a plena luz del día, es decir, en flagrancia, y entonces el fiscal Vyshinsky, mejor dicho, Isaías Rodríguez, tendría que dar cuenta de tamaña denegación de justicia. Ah, pero hace dos meses la ola de la oposición democrática estaba en ascenso y era imprudente detener a dos de sus líderes, que de haber dado la orden, es seguro habrían tomado Miraflores y mandado a Chávez, y a su fiscal y jueces, a repasar sus lecciones de totalitarismo en otro rincón del territorio continental. Tampoco se tenía a mano el juez y el tribunal adecuados, y mucho menos se encontraba ausente de Caracas el secretario general de la OEA, César Gaviria, cuyos pasos hay que vigilar muy de cerca, para que, en cuanto se descuide, o se marche del país, empezar a disparar a mansalva, como en el lejano oeste. Tal sucedió con los nuevos muertos de Altamira, el atropello a los médicos del hospital “Domingo Luciani” y esta razzia de órdenes judiciales que al parecer aspirar a meter entre rejas a más de las dos terceras partes de los habitantes del país. Porque esta “revolución bonita” se cuida como ninguna de las formas, y prefiere atropellar invocando la constitución, las leyes y la defensa de los derechos humanos, antes de admitir que es otra “revolución fea” y como tal no le queda más remedio que enfrentar el rechazo que provocan las cosas feas, o ir al cirujano plástico a remodelarse. Tendencia que no debería descartarse, pero solo si no existiera esta suerte de doctor Frankestein, que no es solo que llega cada madrugada del cementerio con más miasmas extraídas de las tumbas que al día siguiente adicionará a su esperpento, sino que se duerme tranquilo, con una sonrisa y degustando dulce de lechoza.