Adamant: Hardest metal
Thursday, January 2, 2003

La oposición chilena se merecía un presidente como Chávez

Edición Especial Antonio Sánchez García  

Como chileno que vivió el proceso protagonizado por Salvador Allende y Augusto Piñochet, Antonio Sánchez García compara ese lapso histórico con las circunstancias que vive Venezuela en la actualidad.

Una de las conclusiones más relevantes: "Si Allende hubiera enfrentado una oposición tan paciente, tan civil, tan legalista y tan democrática como la venezolana estuviera bordeando ahora los 90 años de edad y sería venerado por el país entero"

¿Chávez un suicida? Si usted le preguntara a un chileno que hace 30 años no superaba los 20 años de edad si quisiera volver a vivir los terribles años de su juventud en un país dividido por el odio fratricida, tenga Usted por seguro que sabrá adivinar su respuesta.

Yo no tenía 20 años, tenía 30. Volvía de pasar los últimos años de mi vida realizando estudios de doctorado en la Universidad Libre de Berlín, era un marxista convencido —con estudios especializados en Hegel y la tradición filosófica marxista, desde el joven Marx hasta Georg Luckács, Karl Korsch, y ese posmarxismo industrializado, edulcorado y cinematográfico de Herbert Marcuse, con quien compartiéramos posteriormente escritorios de trabajo en el Instituto Max Planck de Starnberg, Alemania— y apostaba por una salida revolucionaria, en la mejor tradición foquista: guerra de guerrillas, vía armada, liquidación de la burguesía, aniquilación del capitalismo, toma del poder. Tenía todas las razones históricas, políticas e ideológicas para detestar al estalinismo soviético y soñar en una revolución proletaria de corte castrista y guevariana para mi país, al que volví en noviembre de 1970, a días de la asunción al mando del reformista de ideología y sentimientos socialdemócratas Salvador Allende.

Pude haber hecho “carrera política” en el Partido Socialista de Chile. Nada más llegar, me convertí por un corto período en asesor ideológico de un viejo conocido, Carlos Altamirano, a quien solía visitar en el Senado de la República para redactar un documento titulado Fascismo o socialismo: el enfrentamiento es inevitable, que le sirviera de plataforma ideológica para conquistar la secretaria general del PS en el congreso nacional de dicha organización política, celebrado en enero o febrero de 1971 en la ciudad nortina de La Serena. Preferí, en cambio, ingresar al MIR como simple y llano “simpatizante”.

Incluso feliz de hacerlo: era la autodisciplina bolchevique, el orgullo por la postración ante los “profesionales de la revolución”, castrante y autoritaria en su misma esencia. Lo hice junto con dos compañeros de trabajo en el Centro de Estudios Socio-económicos (CESO) de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile, en Santiago: Tomás Amadeo Vasconi, sociólogo argentino ya fallecido y Marco Aurelio García, exiliado brasileño entonces y hoy a la vera de Lula da Silva como su asesor para asuntos internacionales.

Esos tres años transcurridos desde mi llegada al país (sin otro bagaje que una formación histórica y filosófica para poner al servicio de la revolución armada) y el golpe de Estado tres años después, que nos encontrara a Vasconi, a García, a mí y a un puñado de los más importantes investigadores marxistas de América Latina —muchos de Brasil, entre ellos el mismo Marco Aurelio, Ruy Mauro Marini, Vania Bambirra y Theotonio dos Santos— en nuestro centro de trabajo sin una pistola en la mano y la más mínima idea de que debiéramos hacer para ocupar “nuestro puesto de lucha”, pasaron como en un suspiro.

De simpatizante, pronto me encontré formando parte de la militancia, dirigiendo la política universitaria del partido y trabajando como adjunto de Bautista Van Schowen, “Jorge”, el segundo hombre más importante de la Comisión Política detrás de Miguel Henríquez, y encargado del aparato cultural. Recuerdo haber dormido tres o cuatro horas diarias entre interminables, muy fatigosas y áridas discusiones con periodistas, cineastas, cantantes e intelectuales del MIR.

La más ingrata de las tareas imaginables para un funcionario de la revolución, como era mi caso: encargarse de la intelligentzia individualista e inconforme de la pequeña burguesía chilena.

Comprendo el fanatismo y la ceguera con que el chavismo —esa versión caudillesca, zafia, analfabeta y brutal de vanguardia revolucionaria —, se niega a aceptar cualquier acuerdo con la inmensa mayoría nacional que se le opone. En aquellos no tan lejanos y ahora resucitados tiempos, yo hubiera dado mi vida por imponer la revolución y conquistar el poder. Con la de que entonces la Unidad Popular tenía mucho menos poder real que este chavismo decimonónico y atrabiliario: no contábamos con la Corte Suprema de Justicia, la Contraloría General de la República, el Congreso Nacional y, last but not least, las Fuerzas Armadas.

Mientras nosotros, el MIR, no pasábamos de ser algunos miles de cuadros juveniles, revolucionarios inexpertos y desarmados, éramos una brigada infantil de virginales boy scout, comparados con los aparatos provistos de arsenal de alta potencia, tradición gangsteril e instintos asesinos montados por el ex vicepresidente de la República y hoy ministro del Interior y Justicia, capitán Diosdado Cabello, bajo el eufemismo legalista de círculos bolivarianos.

Llevado por el entusiasmo revolucionario, le solicité a “Jorge” y al capanga, como algunos veteranos solíamos llamar a Miguel, me enviaran a Cuba a prepararme en guerra de guerrillas.

Eso queda para los “cabeza de músculo” me respondieron en más de una ocasión: los comandos operativos de nuestras futuras fuerzas armadas. ¿Qué haría un ideólogo cargando una RPG-7 o montando minas vietnamitas, esas pailas explosivas que jurábamos pondríamos bajo las orugas de los tanques llegado el momento de los “quiubos” o “cuando las papas quemen”, como solíamos prometernos en nuestros delirios de futuros e inútiles combatientes?

Cuba era por entonces también —como 30 años después para el chavismo militante — el paradisíaco océano de la redención humana, el más allá revolucionario, la trascendencia y el arribo definitivo a la eternidad. Más allá de Pinar del Río la historia ya había encontrado su consumación final per secula seculorum: Fidel Castro.

Un arma en la cintura Gracias a mi sueldo como profesor e investigador de la Universidad de Chile logré comprarme una destartalada Walther PPK calibre 7.65 que solía llevar en la cintura, a mi espalda, dejando ver discretamente la cacha desportillada: estar a cargo del aparato cultural del partido y llevar un arma al cinto era la culminación de una aspiración nacida de la lectura enfebrecida de la Filosofía del Estado y del Derecho de Hegel y los Fundamentos de la Crítica de la Economía Política de Karl Marx. Más aún, si tal lector de trasnochos berlineses era hijo de un chofer de taxi comunista hasta los tuétanos y líder sindical de su gremio.

La pistola y algunas cajas de munición terminaron ocultas en la campana extractora de aire de la cocina del apartamento del Parque Forestal, a orillas del Mapocho, en que entonces vivía de prestado. Sirvió para dispararle a alguna señal de tránsito en una solitaria carretera al borde del mar, imaginando que lo hacía desde alguna esquina en llamas hacia algún burgués imaginario apostado tras una ametralladora punto 50. En el Chile de entonces, la guerra de guerrillas era ensoñación de algunos pobres ilusos y espantajo que sirvió de combustible para una acción devastadora, aterrante y siniestra: el levantamiento armado de Augusto Pinochet, que salió a cazar incautos como quien colecciona conejos.

Porque la izquierda chilena, incluso la más afiebrada, amenazante y parlanchina, como la nuestra, era sustancialmente pacifista, legalista, constitucionalista: leguleya. Para que se haga usted una idea: nosotros en el MIR, la élite de las élites revolucionarias, repudiábamos hasta el desprecio al terrorismo y venerábamos hasta la unción al “pelao Lenin” —el pelón Lenin— como Miguel Henríquez, nuestro secretario general (un muchachote de hablar atropellado y seductora inteligencia) solía llamar al más grande ideólogo de la revolución mundial, don Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin. Más, mucho más nos cautivaban el Qué hacer o el imperialismo, fase superior del capitalismo, de Lenin, que el manual del joven intelectual parisino Regis Debray. Leíamos las obras completas de Lenin, nos enzarzábamos en feroces combates discursivos para dirimir las diferencias entre Trotzky, Zinoviev y Kameniev. Y creíamos a pie juntillas estar viviendo los 10 días que conmovieran al mundo. Nos sabíamos —o nos creíamos— parte de la historia universal, vanguardia intelectual del futuro, renacimiento del soviet supremo y asaltantes del nuevo palacio de invierno.

Si Jorge Luis Borges hubiera querido burlarse de la revolución escribiéndole una de sus maravillosas narraciones, nosotros hubiéramos sido su modelo.

Porque en la tradición chilena, ni el terrorismo ni la lucha armada formaron parte de su historia.

La única guerra civil, la de 1891, fue una bufonada de algunos días con un desenlace trágico: el suicidio del presidente Balmaceda llevado por la misma trágica concepción del honor que obligara al suicidio de Salvador Allende.

¿Chávez un suicida? Si Allende hubiera enfrentado una oposición tan paciente, tan civil, tan legalista y tan democrática como la venezolana estuviera bordeando ahora los 90 años de edad y sería venerado por el país entero.

Ese es el terrible quid pro quo de ambas revoluciones: la venezolana se merecería para esta oposición un presidente como Salvador Allende. La oposición chilena, con Pinochet a la cabeza, un presidente como Hugo Rafael Chávez Frías. La canalla contra la canalla. La hidalguía contra la hidalguía.

Un luchador social En Chile un golpe de Estado invocado por el espanto ante un mal que no llegó jamás a consumarse —y que me perdone mi amigo José Toro Hardy, que le ha hecho un muy flaco favor a la verdad histórica con esa vergüenza de documental sobre una realidad que desconoce— impidió lo que seguramente fue una ilusión imposible del Chicho (como llamáramos y seguimos llamando cariñosamente a Salvador Allende quienes lo continuamos amando): la celebración de un referendo.

Días antes de ese trágico martes 11 de septiembre, la noche del 4, fecha de la celebración del tercer aniversario de su triunfo electoral, se le vio triste y cabizbajo sentado con un vaso de whisky en la mano en una de las gradas de la escalera de piedra que comunica el patio de los naranjos de La Moneda, el palacio presidencial santiaguino, con su despacho en la primera planta.

Allende era un luchador social de extracción aristocrática, un médico que fuera presidente de la combativa e ilustrada Federación de Estudiantes de Chile y llegaría a ser secretario general del Partido Socialista de Chile cuando recién moría Juan Vicente Gómez.

Era un hombre vital, alegre, elegante, mujeriego, culto y bon vivant, que jamás hubiera empuñado un arma contra su propia vida si no hubiera mediado el dolor ante una terrible desgracia.

Impedir un acuerdo nacional y salvar a sus pobres de Chile — como bien hubiera podido llamarlos su embajador en París, amigo y compañero, el premio Nobel Pablo Neruda—, del sufrimiento, el destierro, la pobreza y la muerte debe haberlo destrozado anímica y espiritualmente.

Pinochet, el canalla, quien fuera el obsecuente y lacayo general en jefe de sus Fuerzas Armadas, mandó a alguno de sus subordinados a ofrecerle, entre burlas y sarcasmos, un avión para sacarlo al destierro. El mensaje lo hubiera aceptado dichoso y apresurado un cobarde como Hugo Chávez.

Allende, jamás. Había dicho que de su responsabilidad histórica como presidente democráticamente electo lo sacarían muerto: vivo jamás. Era un hombre de palabra. Cumplió.

Apoyo venezolano 17 años fueron necesarios para que ese acuerdo entre una oposición cerril y una alianza de gobierno fanática, ciega y sorda pudiera encontrarse. Fue necesario venir hasta nuestra democrática Venezuela, pasando por sobre miles de cadáveres y la miseria de millones de seres inocentes e indefensos, contando con el respaldo activo y generoso de los partidos Copei y Acción Democrática, para que el Chile desgarrado por el sufrimiento recompusiera su fibra cordial y pudiera salir del marasmo y enfrentar el futuro.

Yo quisiera que Ricardo Lagos, que jamás hubiera llegado a ser presidente de Chile sin ese acuerdo favorecido e impulsado por nuestra democracia y nuestros partidos —y hablo aquí tanto como chileno que como venezolano, con profundo conocimiento de causa, pues para mi inmensa fortuna pertenezco a ambas patrias y he vivido ambos procesos desde sus dos vertientes— pudiera ver a Venezuela sin ira, sin oportunismo, sin Realpolitik, sin OEA, sin mezquindad. Él debiera ser el hombre perfecto llamado por ese extraño destino que ha unido para siempre a Chile y Venezuela desde los tiempos de don Andrés Bello, para hacer los más ingentes esfuerzos por lograr el entendimiento entre la Coordinadora Democrática y un solo hombre que se le enfrenta, no una alianza de gobierno o un pueblo ilusionado: el teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías.

Indigna a la conciencia de una comunidad de miles y miles de chilenos que fueran acogidos con una generosidad sin limites por aquella democracia hoy escarnecida y vilipendiada por un gobernante indigno del alto magisterio que detenta, que Ricardo Lagos no abra su corazón a quienes les debe indirectamente su actual magistratura. Yo quisiera que el destino me pusiera frente a una cámara de televisión chilena, como lo pusiera a él una noche de 1988, y señalarle con el dedo, como él mismo lo hiciera ante el dictador Augusto Pinochet, para decirle: Presidente, ponga su vida al servicio de la paz de Venezuela. Dignifique su cargo, vaya en auxilio de sus hermanos venezolanos.

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